FAQs - Preguntas comunes
Inmigración legal
¿Por qué no hacen la cola y punto? ¿Por qué no vienen de forma legal y con los papeles en regla?
control migratorio
“¿Por qué no podemos elegir quién entra y quién no?”
natalidad
¿Por qué no centrarnos en aumentar la natalidad en lugar de recurrir a la inmigración?
racismo
¿Es racista decir que hay demasiados inmigrantes?
ayudas sociales
¿A los inmigrantes “ilegales” les dan más ayudas que a los españoles?
Delitos y expulsiones
¿Por qué no aprueban una ley para expulsar del país a quienes delinquen varias veces?
Menores extranjeros
¿Qué hacemos con los MENAS?
¿Por qué no hacen la cola y punto? ¿Por qué no vienen de forma legal y con los papeles en regla?
Partamos de la siguiente premisa si queremos tener un debate basado en la realidad: Hoy por hoy NO existe la posibilidad de «inmigración ordenada» con la que muchos políticos se llenan la boca. Para la inmensa mayoría —todo el que no pueda pagar la visa oro para multimillonarios— las ventanillas de entrada regular están selladas con requisitos imposibles: ofertas laborales certificadas desde el extranjero, límites de admisión no realistas, citas que se agotan en minutos y trámites que duran años.
El sistema empuja primero a la puerta trasera (patera, visado de turista o de estudiante que caduca, salto de valla) y, solo cuando ya hay miles de personas en la irregularidad, repara su propia chapuza con una regularización masiva. El resultado de esa mala gestión es que se mantiene el máximo tiempo posible a la gente en una bolsa fácilmente explotable y con miedo a la expulsión. Una regularización masiva —como las que ya aprobaron gobiernos de distintos signos— no premia al “migrante malo” que eligió entrar irregularmente y castiga al “migrante bueno” que cumplió las normas, porque estamos obligando prácticamente a todos a entrar irregularmente.
Si realmente queremos que los inmigrantes vengan legalmente, la solución no es primero llamarlos, después cerrarles la puerta y, por último, criminalizar a quien se cuela. La solución empieza por abrir, por fin, una ventanilla con requisitos, plazos y límites claros.
“¿Por qué no podemos elegir quién entra y quién no?”
La idea de filtrar personas según sus currículos y las necesidades nacionales suena razonable, pero la movilidad humana -trabajo, turismo, negocios, redes familiares o catástrofes- se parece más a una corriente que a una puerta. Taponarla solo traslada a los recién llegados a la economía sumergida, donde trabajan sin derechos y fuera del radar.
Cuando alguien puede registrarse, firmar un contrato y renovar su documentación, está en el radar de la policía, tributa y se integra. En la UE se registran cientos de millones de cruces de fronteras al año; pretender un interrogatorio caso por caso es logística y financieramente inviable.
Prometer “que venga solo quien cumpla los requisitos” será una solución solo si esos requisitos son realistas y la burocracia no tarda años. Incluso quienes defienden la libertad de movimiento y la abolición de las fronteras podrían aceptar que, hoy por hoy, una cola con requisitos claros sería mejor que la arbitrariedad actual. Incluso quienes defienden elegir estrictamente quién viene y quién no podrían admitir que la implementación de vías de ingreso controladas daría mucho más control sobre quién entra que el sistema actual. Nadie defiende el caos, pero el “control total” es un espejismo.
La verdadera seguridad no nace de muros de tecnología carísima que solo benefician a las empresas que los construyen, sino de pasillos legales: visados sectoriales acordes a la demanda, corredores humanitarios, reagrupación familiar sin esperas eternas, controles de identidad ágiles e inspección laboral que desactive a las mafias. El miedo a “dejar entrar criminales” es legítimo, pero la evidencia muestra que la clandestinidad facilita más la delincuencia de lo que la reduce. Gestionar la movilidad con reglas claras protege mejor -sobre todo frente a casos extremos como la radicalización o la multirreincidencia- que la fantasía de un control absoluto que solo genera desorden dentro y rutas mortales fuera.
“¿Por qué no centrarnos en aumentar la natalidad en lugar de recurrir a la inmigración?”
España registra hoy una de las tasas de natalidad más bajas del mundo: apenas 1,1 hijos por mujer en 2023, muy lejos del 2,1 que asegura el reemplazo generacional. Necesitamos políticas públicas que impulsen los nacimientos, pero sus frutos solo se recogen a décadas vista: un bebé que nazca ahora no cotizará a la Seguridad Social hasta 2045. Mientras tanto, las pensiones y los cuidados se pagan cada mes.
Ahí la inmigración marca la diferencia: incorpora población joven ya formada, que empieza a trabajar y cotizar de inmediato, sosteniendo el sistema mientras las políticas de natalidad maduran. Plantear “natalidad o inmigración” como si fuera un dilema es un error.
Sin relevo interior, ni siquiera el flujo migratorio más generoso bastaría para equilibrar la pirámide; sin aporte exterior, las medidas de conciliación y apoyo a las familias se quedarán cortas ante el envejecimiento acelerado. En realidad, ambas estrategias se potencian: una sociedad con mejores servicios públicos, horarios laborales más flexibles, vivienda accesible y canales migratorios claros y ágiles atrae a jóvenes trabajadores y facilita que las parejas se animen a tener hijos.
¿Es racista decir que hay demasiados inmigrantes?
Criticar las políticas migratorias es legítimo. Culpar a «la inmigración» de nuestros problemas, en cambio, no es que sea racista: es que además no tiene mucho sentido.
Fíjate en que, cuando alguien dice “hay demasiados inmigrantes”, a menudo excluye de esa afirmación a los inmigrantes que sí le gustan: extranjeros que vienen a invertir, profesionales altamente cualificados, turistas de larga estancia, “trabajadores honrados”, vecinos con los que se lleva bien e incluso a otros españoles que se mudan de una región a otra —aunque históricamente hayan sido considerados inmigrantes—, simplemente porque ya no queremos estigmatizarlos.
En realidad, al decir que hay demasiados inmigrantes, no estamos señalando a un grupo específico, sino creando un chivo expiatorio. Uno muy útil, porque permite a quien lo usa definir a posteriori, según le convenga, quién es migrante y quién no. Por eso es un concepto tan eficaz para desviar la atención de los problemas reales con los que se le asocia.
Tarde o temprano vamos a tener que decidir si queremos hablar en serio de nuestros problemas reales —vivienda, salarios, corrupción, desigualdad, servicios públicos—, entre los cuales están también las actuales políticas migratorias, o si preferimos seguir usando la inmigración como pantalla para no abordarlos. Porque si no lo hacemos, seguiremos haciendo exactamente lo que les conviene a quienes sí han creado esos problemas.
¿Por qué no aprueban una ley para expulsar del país a quienes delinquen varias veces?
Porque, en realidad, esas leyes ya existen. Desde 2015, el Código Penal permite sustituir penas de prisión superiores a un año por la expulsión del país. Es decir, cuando una persona extranjera comete delitos graves o reiterados, un juez puede decidir directamente su expulsión en lugar de que cumpla condena en prisión.
Además, el artículo 57.2 de la Ley de Extranjería también contempla la expulsión para extranjeros condenados por delitos con penas superiores a un año, independientemente de si la condena fue dictada en España o en el extranjero.
La sensación de que esta expulsión inmediata no ocurre puede deberse a la lentitud de algunos procedimientos judiciales. Pero incluso en casos de delitos menores existen procesos rápidos que permiten la expulsión inmediata tras la sentencia. Recientemente, se han habilitado nuevas vías para expulsiones por razones de seguridad nacional en las que no es necesario esperar una sentencia firme.
Las leyes actuales ya proporcionan todas las herramientas necesarias para actuar con agilidad frente a estos casos. Por lo tanto, si esta actuación no se está aplicando correctamente, deberíamos revisar la actividad de las distintas agencias de seguridad, en lugar de proponer nuevas leyes que ya existen.
¿Qué hacemos con los MENAS?
España comparte con Marruecos la frontera con el mayor salto de renta del planeta. Por pura aritmética, alguien va a intentar cruzarla: lo hacen turistas de lujo, empresarios, temporeros, estudiantes… y también menores que huyen de la pobreza u otros problemas.
Por ello, en materia de menores no acompañados no podemos permitirnos un sistema tan ineficiente: llegadas irregulares, tratos vejatorios, centros saturados, tutelas opacas… Un modelo que ofrece formación profesional, pero niega papeles para trabajar no solo resulta absurdamente ineficiente, sino que genera problemas a corto y medio plazo.
Frente a este sinsentido, la derecha plantea eliminar el sistema y la izquierda limitarse a parchearlo, como si alguna de esas dos cosas bastara para cambiar la realidad.
La solución sensata y barata pasa por abrir una ventanilla legal con cupos anuales de formación remunerada tramitados en origen; establecer tutela y reparto automático entre comunidades con financiación blindada; conceder permiso de residencia y trabajo desde el primer día; y acompañar la transición a la mayoría de edad con vivienda puente y mentoría laboral.
Con papeles y contrato reducimos el negocio de las mafias, aumentamos el control policial —porque sabemos quién vive y dónde— y recuperamos la inversión rápidamente: cada joven que cotiza devuelve en pocos años lo que costó su acogida.
Quienes temen que esto provocaría un “efecto llamada” olvidan que ni ellos mismos, ni nadie, mandaría a sus hijos bajo un camión si existiese un programa al que apuntarse y esperar una llamada.
En definitiva, no se trata de decidir si acogemos o rechazamos, sino de elegir entre acoger bien —con reglas claras, rapidez y retorno fiscal— o seguir improvisando y pagar las consecuencias en forma de exclusión, inseguridad y gasto público inútil.
Hacerlo bien exige pocos cambios normativos adicionales y beneficiaría tanto a los propios menores como a comunidades saturadas y a empresarios que se quejan de la falta de mano de obra. Lo que falta es la valentía política para coordinar y comunicar.
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